lunes, 24 de octubre de 2011
¿BECARIOS?
Por: Lilia Cisneros Luján.
Una de las mayores muestras de incultura y por lo mismo causantes de la manipulación colectiva, lo es el discurso “del cambio” como si el mismo fuera un descubrimiento o una nueva meta a alcanzar. El cambio es, ha sido y será por los siglos de los siglos. Aun con la barbarie que se nos repite en la imagen del linchamiento a quien fuera el presidente de Libia o todas las que muestran cuerpos inmóviles sangrantes y decapitados, la humanidad no es la misma que hace diez mil años. Si bien el ser humano siempre ha llevado la semilla para dominar, usar la violencia –contra sus congéneres, los animales y el medio ambiente en general- mentir y robar; las formas de hacerlo no son las mismas hoy que en la Grecia de las Ciclades o la China de antes de Cristo.
Doctrinas que encierran valores, reconocen estas inclinaciones incivilizadas, de distintas maneras: “por cuanto todos pecamos” “la existencia es solo un proceso hacia la perfección”, “nacemos nos reproducimos y morimos”[1], los genes no cambian pero los procesos que les controlan puede ser fatales; pero también coinciden en la posibilidad del ser humano de elegir, entre los polos del bien y el mal, el Ying y el Yang; la avaricia y la mesura; la vanidad y la humildad, como una forma de mutar desde la naturaleza salvaje hacia la civilizada. La memoria –genética y cultural- casi siempre ha permitido conocer los avances en los cambios logrados por la humanidad desde que la carne se comía cruda, las cuevas eran lo más parecido a un hogar y la forma de defenderse eran las piedras. Cambiar es pues algo tan natural como la vida misma, no reconocerlo, distorsionarlo o convertirlo en producto mercadotécnico, equivale a retroceder y esto, al igual que la reversa en los vehículos, también es cambio.
De cuando en cuando, los cambios constantes se hacen notorios por el grado de implican. La generación de los sesentas fue reconocida debido a las exigencias, sobre todo juveniles, de mayor libertad, de certeza en beneficios sociales y de protestas por ciertas costumbres consideradas represivas. Hubo avances en el mundo en materia de derechos civiles o humanos, de apertura, diálogos y desarrollo; sin embargo jóvenes de los ochenta en adelante parecieron no heredar ese espíritu combativo y la comodidad los moldeó conformistas, pasivos o en algunos extremos sibaritas y por lo mismo incapaces de afrontar las consecuencias de otro cambio fundamental en el mundo: el económico y financiero global. No es sino hasta inicio de la segunda década de este siglo, que aparecen “los indignados”, intentando hacerse oír, con la carga en contra de unos medios de comunicación capaces de mediatizar y manipular cualquier expresión en aras de “la libertad y la no censura”, bandera ésta, robada a los estudiantes y luchadores de los sesenta.
¿Cuáles fueron las causas de la interrupción en la búsqueda organizada de mejores estándares de vida? ¿Se debe solo a un movimiento pendular que agota a los activistas? ¿Se puede decir que ellos mismos han sido los “culpables” por la no participación de sus hijos en aquella lucha que abrazaron? ¿Qué encierran las expresiones de sorpresa jubilosa de millones de espectadores del mundo que hoy somos adultos mayores y que en muchos casos participamos con los activistas del cambio hace 50 años? El fenómeno es multi-causal, tiene que ver con políticas que unos cuantos señalamos como erróneas y que resultaron en la destrucción de instituciones logradas por la inercia social cambiante de los últimos siglos del milenio pasado. Una de ellas se vincula con la educación. El rumbo de este privilegio de las personas fue dictado en base a las leyes de mercado. Educar se convirtió en negocio. Una educación gratuita y de calidad para todos, se mira como competencia desleal por los vendedores de diplomados, talleres y certificados de estimulación temprana, primaria secundaria y así hasta la universidad. En la trampa del dinero también han caído los responsables de la educación pública. La operatividad de sus estructuras -casi siempre ineficientes como resultado del gigantismo- es costosa y supone negociaciones que a la postre obligan a cumplir facturas con los enemigos de este concepto social, convirtiendo a los niños y jóvenes en una suerte de limosneros de privilegio. El miedo a perder una beca concedida a partir de intenciones clientelares, parece ser una de las razones de la condición de espectadores de muchos jóvenes, sobre todo en países con dificultades financieras. ¿Por qué en México los émulos de quienes han protestado -exponiendo su vida desde Grecia hasta Chile- son apenas unos cuantos? ¿Que hace la diferencia entre los indignados de otras latitudes y un puñado de muchachos que usan las explanadas de las delegaciones del DF como espacio para día de campo?
Para empezar es muy poco lo que se les ha enseñado, acerca de los riesgos de protestar. El sistema educativo global, impuso la desaparición de temas y materias en la currícula escolar, que les hace ver el civismo como algo obsoleto, las drogas como una forma de felicidad evasiva y los luchadores sociales -ferrocarrileros, petroleros, médicos, estudiantes, sindicalistas, trabajadores de instituciones cómo el IMSS o el ISSSTE, etc.- como “terroristas”. La beca, privilegio “concedido” por algún partido político “de izquierda” o por empresas preocupadas en lavar la cara de vergüenza de una pobreza galopante o interesadas en aumentar la inscripción de jóvenes en la educación privada, les obliga a estar calladitos para verse bonitos. Los medios –sobre todo electrónicos- ya nos hicieron saber del retiro de beca a un joven que protestaba. No importa si tiene altas calificaciones, si es genio o si es holgazán; a sus padres se les dio esta beca, como una forma de contener la presión social por el desempleo. Son miles las familias que viven de la beca de tres o cuatro hijos, más el apoyo por la soltería materna y algún ingreso extra en un puesto informal que no aporta al erario, que es caldo de cultivo para la compraventa de artículos robados o producidos en la llamada piratería y que fomenta una cultura laboral de indisciplina, prepotencia e irresponsabilidad. Esto es lo que algunos diputados trataron de hacer notar a los secretarios del trabajo y de educación en sus comparecencias convertidas en espectáculos mediáticos. Por supuesto al rating abonan los bufones y los intolerantes; pero el hecho es que hemos condenado a las nuevas generaciones a la simulación, la inactividad, el sometimiento abyecto y la estupidez a veces mayor que la de los robots producidos por y para unos cuantos. ¿Hacia donde nos estarán programando los siguientes “cambios”? ¿Serán estos becarios los sujetos o los objetos de tales cambios? ¿Qué pasará con la gente pensante excluida de las aulas costosas? ¿Regresaremos al valor del autodidacta? ¿Quedará, en alguno de estos “becarios” aun viva la semilla que despierta la inquietud del saber?
[1] Cristianos, budistas, naturalistas, científicos.
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