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martes, 30 de marzo de 2010

TRABAJADORAS INVISIBLES

Editorial EL UNIVERSAL
30 de marzo, 2010

Son tratadas con desprecio. Para muchos no son más que “chachas”, “gatas”, “criadas” o “sirvientas”, aunque en realidad son el testimonio viviente de que el sistema esclavista sigue vigente en México durante la primera década del siglo XXI y que pese a su extendido número —1 millón 816 mil mujeres trabajan en ello, según el INEGI— no hay ni trazas de que su discriminación se vaya a superar pronto.
Laboran sin contrato ni seguridad social; con salarios inferiores a los que percibe el resto de los trabajadores; carecen de derecho a vacaciones, pago de horas extra, pensión o jubilación y son forzadas a realizar extenuantes jornadas . Y se encuentran en constante riesgo de sufrir vejaciones mayores, como agresiones físicas o sexuales.

Son tan ubicuas, presentes y obvias, que no las vemos. Son una fuerza laboral invisible que sin embargo tiene el mismo número de integrantes que todos los oficinistas varones del país o todos los vendedores ambulantes y maestros de México.

Aun así, su caso específico no viene estipulado en la propuesta de reforma laboral recientemente presentada al Congreso por el PAN –avalada por la Presidencia de la República-, pues no retoma el apartado referente al trabajo doméstico que figuraba en el antecedente de propuesta de reforma laboral de 2007 y que equiparaba los derechos de las trabajadoras del hogar con el resto de los asalariados.

Éste debe ser uno de los temas con los cuales los legisladores enriquezcan la reforma laboral que entrará a debate en el segundo semestre del año.

El asunto nos es menor ni anecdótico. Es más, en estricto sentido rebasa la simple materia laboral para significar el enfrentamiento con uno de los resabios de racismo más arraigados entre los mexicanos.

El problema no sólo es de justicia social, sino de inclusión social. El rechazo a nuestras étnias, aportante fundamental de personas a este ámbito del servicio doméstico, es parte de un ser cultural que moldea hábitos y condiciona conductas. Es el desprecio por nosotros mismos, llevado al extremo de la crueldad y la explotación en un mundo que presume de moderno e igualitario. Pura fachada e hipocresía.

Para que las trabajadoras domésticas sean reconocidas en el mundo laboral, primero tenemos que incluirlas como iguales en la sociedad y ello requiere transformaciones de raíz en los conceptos que tenemos predispuestos de lo que son ellas y un mejor entendimiento de su cosmovisión y entorno.

La responsabilidad de una mejoría en su calidad de vida no depende nada más de una reforma laboral justa o de políticas públicas asistenciales, sino de un cambio de actitud social que corrija de fondo siglos de profunda vergüenza nacional a lo que somos.
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/47834.html

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