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martes, 10 de agosto de 2010

EL ALBUM SECRETO DE FRIDA KAHLO


Como la mayor de las riquezas secretas en una isla del tesoro, las joyas estaban allí, encerradas, sin que nadie supiese lo que ocultaba el archivo. Pocas veces el mundo del arte se ha visto conmocionado con un descubrimiento así. Cuando Frida Kahlo falleció en 1954, con 47 años, Diego Rivera donó la Casa Azul de Coyoacán al pueblo de México para que se convirtiese en el museo de Kahlo. Sin embargo, los archivos fotográficos de la artista eran también los de él (en vida, ella los había fusionado en uno) y Rivera los guardó. Poco antes de morir, pidió a su albacea, Lola Olmedo, que sus papeles no vieran la luz hasta 15 años después de su muerte. Durante 50 años aquellos armarios y cómodas repletas de fotografías permanecieron sellados. Hasta que en 2006 la luz iluminó sus secretos.
Y aparecieron 6.000 fotografías. Vibrantes, familiares, artísticas, dedicadas, personales, inspiradoras, turísticas, trucadas, recortadas y algunas, solo algunas, hechas por la misma Kahlo. En esa cornucopia fotográfica, Pablo Ortiz Monasterio, fotógrafo e historiador, ha escogido las 400 más relevantes, muchas de ellas inéditas, que ahora aparecen en el libro Frida Kahlo, sus fotos (RM).

Desde México, Monasterio describe así el descubrimiento: "Colección fotográfica de una artista fundamental del siglo XX con obras de grandes maestros de la lente, como Man Ray, Brassai, Álvarez Bravo... reflejo de una época y entrañable registro de una familia ampliada de gente talentosa". Porque entre esas 400 fotos solo cuatro, firmadas entre 1929 y 1930, pueden haber sido realizadas por Frida, pero en todas ellas, en su selección, está la mano de la artista mexicana del siglo XX.

Para arrancar el paseo fotográfico, una pista crucial. Guillermo Kahlo, descendiente de judíos húngaros, padre de Frida, era fotógrafo. Y un amante del autorretrato. El libro, estructurado en siete capítulos temáticos, dedica uno a sus orígenes y otro a la obra del padre, a los centenares de fotografías que Frida guardó de su progenitor. Como apunta Monasterio, "Guillermo Kalho cultivó el autorretrato por décadas. Cuando Frida, por razones médicas, debe permanecer en cama y comienza a pintar, lo que le sale natural es el autorretrato. No lo hurta, lo hereda. El tema es polémico, pues cuando los estudiosos comenzaron a revisar la obra de ella era habitual decir que Diego le sugería qué pintar y cómo. Ahora, el grupo de autorretratos del padre propone otra perspectiva".

El capítulo titulado Cuerpo roto, que enlaza directamente con la parte más conocida de la obra pictórica de Frida Kahlo, se abre con una radiografía de su torso realizada tres meses antes de su muerte, con esa columna destrozada tan familiar para sus seguidores. "Me fascinan esas fotos", confiesa Ortiz Monasterio. "Son muy elocuentes para entender quién era Frida, cómo enfrentaba el dolor y la sensualidad. ¡La foto de Frida con mirada coqueta mostrando la cintura, me parece lo máximo!". En un retrato horizontal, la artista aparece boca abajo en una cama. Su mirada, insinuante, divertida, se escapa desde los pliegues de la almohada. Es 1946 y, como muchísimos otros testimonios de los tratamientos médicos, está firmada por Nicolás Muray. En otros retratos vemos cómo tiran de su cabeza para estirar la columna, observamos los aparatos médicos más cercanos a instrumentos de tortura que a tecnología creada para el alivio del paciente. Cuando se cierra el libro, uno piensa más en Frida mujer que en la artista. Incluso los más saturados con la doliente imaginería de la mexicana encontrarán un antídoto en este puñado de imágenes entrañables.

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