BLOG DE ANÁLISIS Y PERIODISMO PROPOSITIVO

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sábado, 23 de abril de 2011

LA VIGENCIA DE CRISTO

Esther Quintana Salinas


No es fecha para que me ponga a escribir de lo de siempre. Casi concluye la Semana Mayor, fiesta de la memoria y del perdón. Mi madre la guardaba con toda la devoción con que aprendió a creer y a amar a Dios. Esta es la primera Semana Santa que no la tengo conmigo físicamente, pero en el corazón no hay espacios más que para recodarla viva.

Mi Rosario se vestía de negro y acudía a la Soledad, la catedral del puerto, a postrarse de rodillas frente a la imagen de la Virgen que trajeron de España, la Mariscala la llamaban los viejos acapulqueños, y que se quedó para siempre en su nicho de mármol y cristal, del que sólo la mueven en estos días.

Ante ella pedía perdón por sus pecados y rezaba por las necesidades de todo un listado de parientes y conocidos y no tan conocidos, que sabía que requerían de la bondad divina para remediarlas. Yo no sé qué me conmovía más: si la piadosa devoción con la que mi madre se dirigía a la madre de Dios o la expresión de sufrimiento que retrataban los ojos dulcísimos de la Virgen.

La iglesia se abarrotaba de feligreses, y entre ellos y la cantidad de cirios y velas encendidas acentuaban el de por sí calor natural del mes de abril. La celebración de la Semana Santa ha ido perdiendo para las nuevas generaciones de católicos su significado, y es que quienes debiéramos de transmitirlo, le hemos ido dejando de dar importancia, como a muchas otras enseñanzas, y los resultados están a la vista.

Cada día nuestra sociedad se vuelve más fría e indolente para los asuntos interiores y en la falta estamos recogiendo nuestra cosecha de desamor. La soledad del espíritu es devastadora, quien la sufre está condenado a un desánimo, a un vacío, que no se colma con nada ni con nadie, y tampoco tiene nada para compartir. Por eso hay tanta violencia y cada día la perversidad del mal amplía sus linderos.
A mi madre le voy a agradecer hasta el último día de mi vida el regalo de espiritualidad que me obsequió, me dejó las alforjas del corazón repletas de esperanza y me enseñó que dar no empobrece a nadie, y que a mayor generosidad, mayor riqueza, porque se trata de una fortuna que jamás se agota.

Hoy dibujo en mi memoria la solemnidad de cada instante de la remembranza de la pasión de Cristo que viví en la iglesia de mi tierra natal, y vuelve a conmoverse mi corazón en la tragedia de la víspera de su muerte, porque vivió en carne propia la traición, la desesperanza y el miedo que lo llevaron a la desolación absoluta del espíritu, no obstante su divinidad y su poder, y suenan las palabras de mi madre con la misma claridad con que las pronunciara entonces: “ Y aun así, perdonó…”.

No hay conmemoración católica que mejor represente el simbolismo de la generosidad, en ella se recogen la tolerancia en su máxima expresión y la redención universal de quien murió en una cruz, porque esa era la única manera de abrir el reino del Padre a los hombres. 

No hay entrega más grande del hombre para el hombre, que la que vino a hacer el rabino de Galilea hace ya miles de años, y el milagro perdura y está tan vívido en el corazón de los que creemos, como si apenas hubiera ocurrido, igual que la gloria de su resurrección de entre los muertos.

Y me parece que, independientemente de que se profese o no la religión católica, el mensaje de compasión y ternura de Cristo, manifestado en la humildad de su muerte terrena, está al alcance de cualquiera que se permita ser tocado. 

Búsquelo, es Dios, y está en todas partes. (Vanguardia)

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