BLOG DE ANÁLISIS Y PERIODISMO PROPOSITIVO

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jueves, 18 de noviembre de 2010

SANTO EN EL MUSEO DEL SEXO

Por Bernardo Esquinca

Una boca abierta dentro de una máscara plateada. Una mujer descubre sus pechos puntiagudos como dos colmillos. Las manos que antes aplicaron llaves sobre cuerpos sudorosos y musculosos se abren, enormes, en busca de humedades más suavesy profundas. La pantalla en blanco y negro reverbera mientras las figuras se acercan rodeadas de esculturas prehispánicas. El combate de la carne se da en medio de inevitables dentelladas...
Todo mito que se precie de serlo, engendra un mito dentro de sí mismo. A la leyenda del cuadrilátero, la del hombre que enfrentó a zombis, momias, marcianos y capulinas (no arañas mutantes, sino al mismísimo Gaspar Henaine) sin desfallecer ni amedrentarse, se le tiene que agregar una leyenda urbana que, como tal, ha ido creciendo de boca en boca, de oreja en oreja, lubricando la imaginación y los pensamientos de sus seguidores: existen filmes pornográficos del Santo, el enmascarado de plata, el ídolo del pancracio. Los rumores, por supuesto, provienen de lugares tan ignotos como los escenarios donde se desarrollaron sus aventuras: "En los sótanos del Cineforo de la Universidad de Guadalajara hay unos rollos perdidos." Y la leyenda crece. "En un ring de Catemaco hay funciones secretas." Y el chisme aumenta. "Los herederos las tienen pero las consideran una vergüenza." Y la fe no desfallece. "Sí, un primo de un tío de un amigo vio uno." Y el mito evoluciona incluso hasta ser consignado, como en el sitio web "Estrellas del cine mexicano", del Tecnológico de Monterrey, donde Maximiliano Maza escribe:
En sus aventuras, el Santo siempre estuvo rodeado de bellas y atrevidas mujeres [...] Otras más, como la singular Meche Carreño de El barón Brákola, llegaron a quitarse la ropa en versiones editadas "para público adulto" que se exhibieron fuera de México. Estas desinhibidas "versiones para exportación" de las aventuras del Santo fueron las que conquistaron los mercados de España, Francia y los Estados Unidos. De ellas, la más popular fue Santo en el tesoro de Drácula (1968) que en el extranjero fue conocida como El vampiro y el sexo.

Sólo basta cerrar los ojos para ver una imagen de dicho filme: Dos mujeres se besan, enredan sus lenguas, se muerden hasta cortarse los labios y después lamen, ansiosas, las gotas carmesí. Unos ojos observan dentro de una máscara plateada. El cuerpo cuelga de cadenas. Lo envuelve la fría oscuridad de una catacumba. Las bocas hambrientas se despegan y enseñan sus dientes afilados. Las criaturas miran, lúbricas, el torso desnudo y sangrante del héroe caído. Se abalanzan sobre él, succionan sus pezones, le rasgan la piel, vampirizan su sexo...
Si lo pensamos bien, no resulta descabellada la idea de que el Santo filmara versiones para adultos de sus películas. En una filmografía que incluye títulos como El tesoro de Moctezuma, La venganza de la Llorona y Santo contra el asesino de la televisión, todo es posible. Además, bien pudo ser uno de los precursores del sexo fetichista y sadomasoquista en el cine: su máscara, capa y botas quizá anticiparon a la ahora muy desarrollada cultura del látex y las capuchas de cuero utilizadas en el bondage. Si a esto sumamos los calabozos y las celdas en las que el héroe continuamente era sometido y encadenado, podríamos estar hablando no sólo de un delirio erótico con escasos precedentes, sino con todo el sello del surrealismo mexicano. Nuestro país no se distingue precisamente por ser un productor importante de filmes pornográficos; de hecho, la industria es incipiente. Si en verdad existen las películas porno del Santo, su relevancia trascendería la mera anécdota y se instalaría en el terreno de la historia del cine nacional, en un capítulo licencioso que modificaría significativamente su pasado.


El vampiro y el sexo
2
"En la Arena México pregunta por El Monje, vende máscaras, él tiene lo que buscas", me había dicho el día anterior un conocido mientras orinábamos en un bar de Garibaldi. Viernes de lucha. La Colonia Doctores, sumergida en una mugre que parece caerle del cielo, recibe a los fanáticos del pancracio. El Monje no está por ningún lado, pero una señora de senos descomunales me informa que "lo encuentras en el Chopo".
El domingo llueve desde temprano. Es una lluvia delgada que no espanta a la multitud reunida en el tianguis de la Colonia Guerrero. Después de deambular y preguntar durante un par de horas, en un puesto de tatuajes y piercing, finalmente alguien conoce al Monje. Un darketo vestido de cuero y con amplias sombras moradas pintadas alrededor de los ojos —vampiro cyberpunk— me pide que lo siga. ¿Serán los herederos de la leyenda porno del Santo —me pregunto—, un culto secreto que cambió las máscaras por los aretes y las capas por las gabardinas negras? Minutos después estamos frente al Monje, un hombre gordo con cara de niño, que atiende un puesto de videos pirata. Una vez que le comento lo que busco, mete la mano bajo el mostrador y extrae un videocasete que carece de etiquetas. Me lo entrega sin mayor ceremonia y después se dedica a comer una torta gigante. Incluso ni me cobra, lo cual despierta en mí sentimientos encontrados: o me está tomando el pelo o realmente estoy ante una cofradía que comparte generosamente sus tesoros con los iniciados. Como si leyera mis pensamientos, el Monje cierra los ojos y revela la máscara del Santo tatuada en cada uno de sus párpados.
Ya frente al televisor, con la pantalla en azul, mi dedo tiembla y se niega a presionar el botón de play. Algunos misterios no deben ser aclarados, pienso. Extraigo el videocasete y lo tiro a la basura. Me acuesto en la cama y me entrego al sueño, en busca del filme interior, el único que realmente existe, dentro del ring de la mente, a dos de tres caídas y sin límite de tiempo...
Un hombre desnudo yace sobre una cama con dosel. Lentamente se incorpora. Las heridas en su carne muestran una cruenta batalla. Las sábanas también tienen costras: sangre, mucosas, semen. Camina tambaleante por la habitación estilo virreinal hasta un amplio espejo con marco de oro. La superficie cromada no reproduce su reflejo. En el suelo yace una máscara plateada de ojos vacíos. La puerta se abre con un rechinido característico. Un pie descalzo de mujer asoma: el centelleo de un empeine blanquísimo en la penumbra. Un penetrante olor a animales nocturnos comienza a flotar en el aire. Ambas criaturas sonríen: saben que en los territorios de la carne siempre habrá un cuerpo dispuesto a ser sacrificado.

Fuente: Letras Libres.

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