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sábado, 23 de julio de 2011

Las Calles de la Ciudad de México y sus Pasos Prohibidos

MexicoVirreinal

por: Dra. Guadalupe Ríos de la Torre[*] 

as calles de la ciudad de México así como las plazas y plazuelas fueron desde la poca virreinal el espacio de socialización por excelencia. Muchas calles de la metrópoli constituyeron el escenario predilecto de las funciones cívicas, así como de otras de muy variada índole. Por ellas desfilaron las procesiones religiosas en las que participó un amplio abanico social: religiosos y civiles, autoridades y población común, pobres y ricos.
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El abundante repertorio de solemnidades y fiestas religiosas se conformó año con año con las celebraciones de Semana Santa, de Todos los Santos y Navidad. Igualmente, la multitud y las autoridades eclesiásticas hicieron acto de presencia en las procesiones de los diferentes Cofradías, o la llegada de diferentes vírgenes que con frecuencia fueron trasladadas a la ciudad de México para que impusiera su autoridad sobre las calamidades de la naturaleza: inundaciones, epidemias, temblores por citar algunas.(Prieto,1982,716) O bien rindieron culto al santo patrón de su fervor al de la parroquia, al de su oficio o al de la ciudad y por supuesto también a la fiesta Guadalupana del 12 de diciembre.
Sin embargo, ya para el siglo XIX y sobre todo a partir de la consumación de la Independencia se fueron incorporando conmemoraciones cuyo objetivo era honrar los sucesos o a los hombres importantes que participaron en la conformación de “la nación”. (Zarate 1998,56-57)
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Los sucesos cívicos, si bien solemnes pero no por ello menos festivos, dieron muestra de los cambios que operaron en el largo siglo XIX. Ellos formaron parte del proceso de secularización que acompaño la formación del Estado, como lo refleja la reducción del calendario festivo de carácter religioso que fue dejando paso, sobre todo la segunda mitad del siglo XIX, a otro de naturaleza cívica; sin que por ello, como sabemos, se desplazara totalmente a las ceremonias y festividades de carácter religioso. (Thompson 1995 34-35)
En la ciudad de México, como en otras ciudades, la situación de un individuo dentro de la escala social dependía de elementos tales como el de la distinción y el prestigio, el origen étnico, el sexo, la edad, la posición de un cargo o un oficio así como del económico que, en conjunto, incidía a favor de la diversidad de su población. Tal multiplicidad daba como resultado una sociedad determinada por una marcada pluralidad interna con una importante y confusa jerarquización social y gradación interna llena de contrastes extremos de pobreza y riqueza. [1]
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En esta sociedad tan heterogénea los estratos altos establecían una línea divisoria entre la población “decente” de la cual formaban parte y la chusma”, la “plebe o la “leperada”, términos despectivos que con frecuencia fueron utilizados para describir a un amplio sector de pobres y marginados sociales a quienes se les atribuía una natural degradación moral y mayor propensión a los vicios. (Guerrero 1908 passim) Esta división social, que tenía múltiples manifestaciones, hacía que existiera una clara diferencia en las formas y lugares de entretenimiento entre uno y otro grupo, y por lo mismo no resulta extraño que, por ejemplo, a mediados del siglo XIX con frecuencia se criticara a los trabajadores que asistían a las vinaterías. [2]
Antonio García Cubas menciona:
Los decentes tomaban su copitas en las pastelerías francesas [ya que] las vinaterías eran cantinas de los borrachos de frazada, quienes se conformaban con gastar sus cuartillos de chinguirito refino, de mistela, de arriba y de abajo o alcohol rebajado. (Cubas1950, 433)
Dadas las características de la población capitalina, es evidente que no todas los sectores sociales tuvieron acceso a los mismos espectáculos públicos. Seguramente para los habitantes de la urbe que contaban con escasos recursos económicos, asistir a un espectáculo represento un gasto difícil de cubrir frente a necesidades inmediatas y vitales. Sin embargo, para éstos hubo a lo largo de la historia opciones para el entretenimiento, la recreación y el esparcimiento como: las verbenas, los toros, el teatro.
Desde este punto de vista, tampoco resulta extraño que, tal como se desprende de los testimonios citados anteriormente, existieran lugares y formas de esparcimiento de las que disfrutaron pobres y ricos, unos en plena calle y otros en los centros especiales para la diversión. O bien que existieran espectáculos que por montaje o por su ubicación en la ciudad eran visitados, al igual que las cantinas, por un público diferente al que asistió a escuchar la opera.
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Placer
La nueva traza urbana en el siglo XIX fue un factor importante para la remodelación y la apropiación del centro de la ciudad por la élite en ascenso, lo que transformó la ecología humana. En la metrópoli se abrieron avenida, se limpiaron calzadas, lo que permitió una mejor circulación de las mercancías y de los nuevos transportes de la clase triunfante, al mismo tiempo que favoreció la circulación del aire, volviendo más sano el ambiente. De esta transformación urbana nacería una moralización de las calles céntricas que alejó los burdeles tradicionales de un centro reservado a las actividades de los habitantes respetables: vender, comprar, convivir, y desarrollar las representaciones del espectáculo de la decencia y del nuevo modo de vida que imponía el advenimiento del siglo XX.
En la ciudad de México fueron diversos los sitios de dispersión, placer y sexualidad. Los ofrecimientos se multiplicaron, fueron producto de la fantasía que ofrecía: los salones de baile, música, alcohol y prostitución.
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Las nuevas e incipientes clases sociales querían conocer y saber lo que se sentía ser citadino, es decir, vivir en las zonas residenciales y en las vecindades, frecuentar los cafés, los mercados, las cantinas, los burdeles y prostíbulos con música, los teatros de revista, el salón de baile y la carpa. (Ríos 2004, 116-117)
La capital mexicana ha tenido una serie de actividades carnales, comerciales, y de sobrevivencia en el medio prostibulario. Además de los vaivenes sexuales, los contornos de la actividad prostibularia se alojaron en ciertos aspectos de la maquinaria disciplinaria y de los dispositivos de poder. Con el paso del tiempo, las instituciones vigilantes de la prostitución se tornaron, cada vez más, poca eficaces y no pudieron detener la marcha resistente y desigual del grupo heterogéneo de prostitutas que habitaban en los sombríos callejones y burdeles de mala nota.
En la historia de nuestro país la prostitución ha estado presente: el mundo prehispánico la concibió en forma muy diferente a la visión occidental y la Nueva España la toleró y, a pesar de todos sus inconvenientes, la consideró como un mal necesario.
En la ciudad colonial estaba vigente el discurso teológico sustentado por Santo Tomás, para quien la base esencial de los principios morales residía en el orden impuesto por Dios como la ley natural. (Ortega 1987, 7-11) Desde sus inicios, la Iglesia cristiana condenó la prostitución, sin embargo, se otorgó la autorización expresa de la Corona española para el proyecto de fundación de la casa pública, lo que fue un ejemplo de pragmatismo y tolerancia.
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Se explicaba esta política en función del control de las costumbres de una población en plena expansión de mantener la honestidad de la ciudad y de las mujeres casadas y por excusar otros daños inconvenientes.
La tolerancia hacia el ejercicio de la prostitución no se dio hasta el siglo XIX, cuando Aquiles Bazaine, promulgó el 17 de febrero de 1865, un reglamento basado en el sistema francés creado por el doctor Alexandre Paret Duchâlet (especialista en drenaje y alcantarillado), so pretexto de proteger la salud de los soldaos invasores. (Atondo 1992, 40-41) Este reglamento creó la oficina de Inspección de Sanidad, centro administrativo dependiente del Consejo Superior de Salubridad era encargado de llevar el registro de las prostitutas que habitaban los burdeles, de las casas de cita y de asignación, y del cobro de impuestos fijados por el Estado para autorizar el ejercicio de la prostitución. La ciudad debía guardar el orden, por lo que se reorganizó a los vigilantes delstatu quo. La situación adquiría visos de emergencia y de hostilidad y paralelamente también de represión.
De acuerdo con estas disposiciones, las mujeres dedicadas a ese oficio quedaron obligadas a ser revisadas médicamente una vez a la semana y a pagar, con la misma frecuencia, una determinada cantidad al Estado por el permiso. De acuerdo con estas disposiciones, las mujeres dedicadas a esa labor quedaron obligadas a partir de entonces a ser revisadas médicamente una vez por semana y a pagar con la misma frecuencia, una determinada cantidad al Estado por permiso para ejercer su trabajo. Las mujeres eran clasificadas según su juventud, edad y atractivo y así existían mujeres calificadas como de primera, de segunda, de tercera y de ínfima categoría y de acuerdo a esta división era la tasa para el pago de impuestos. Estaban además obligadas a vestir con “decencia”, abstenerse de permanecer en puertas y balcones de burdeles y casas de citas, saludar a señores acompañadas de señoras “decentes” o niños, vivir a menos de cincuenta metros de los establecimientos de educación y culto y visitar familias “honradas”.
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Aquellas que no se registraran serían consideradas como clandestinas o insometidas y estaban sujetas a un castigo consistente en tres a seis días de arresto. El reglamento también implicaba obligaciones para los espacios en dónde se ejercía el comercio sexual (madrota, padrote, médicos y policías de burdel).
Fue una época de búsqueda de normas, comisiones, campañas y reglamentaciones. Las autoridades fijaron, de acuerdo con el reglamento de prostitución (1914), las llamadas zonas de tolerancia, dentro de las cuales se permitiría la casa no santa. (González Rodríguez 1990, 90) La intención era fijar un solo perímetro circunscrito, lo más lejano posible de las áreas habitadas por la gente de orden, el cual quedó como sigue hasta los años de 1945: Primera zona, segunda zona y tercera zona.
Además las autoridades decidieron que el personal policiaco se encargara de la vigilancia de dichas zonas. Para los encargados de la Inspección de Sanidad Pública fue el de revisar todo lo relativo al acondicionamiento interior de las casas destinadas al ejercicio de la prostitución: instalación sanitaria, mobiliario, ropas y material higiénico.[3]
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Los clientes que frecuentaban los burdeles en los primeros cuarenta años del siglo pasado, para los de primera y segunda clase eran por lo regular los militares, la burguesía capitalina, la naciente élite revolucionaria y también el sector letrado de la capital. ( Sesto 1958, 176-,204) Los visitantes de los burdeles de tercera solían ser obreros, la tropa o de algunos casos los residentes de la zona, o gente que provenía del interior.[4] Las cuotas eran por cliente: fluctuaban entre dos pesos, 5ª y 30 centavos. [5]
En estos lugares se expedían bebidas alcohólicas y se tocaba música. El permiso para la venta de las bebidas era autorizado por el Ayuntamiento, y la bebida que principalmente se consumía era la cerveza, a pesar del reglamento que prohibía la existencia y venta de bebidas en los mencionados sitios.[6]
El nuevo discurso social del grupo dominante y de algunos médicos fue exaltado y riguroso: se elogiaba al burdel como el único lugar posible de control de la prostitución, incluso se intentó y promovió la apertura de más establecimientos. Se pensaba que la casa de tolerancia era esencial para salvaguardar a la sociedad.

Consideraciones finales
De acuerdo con los valores en boga, la sexualidad sucia, e ilegítima había que esconder, tolerar, ocultar. La sociedad mexicana a los largo de su historia siguió y sigue vigilando el ejercicio de la prostitución e hizo surgir, como en tiempos pasados, la creencia de que el hombre estaba al abrigo del contagio. Se comprueba con los documentos revisados el hecho de que las autoridades siguieron persiguiendo con más rigor a las prostitutas que salían de la zona de tolerancia. Así, las mujeres que caían bajo la vigilancia de la Inspección de Sanidad y de los policías de burdeles estaban obligadas a ejercer su actividad dentro de las redes de corrupción que se fueron tejiendo desde muchos años antes en la famosa ciudad de México.
Los supuestos males que tienen raíces tan profundas en la organización de nuestra ciudad no se curaban con sermones de moral, ni paliativos de organización legal y administrativa.
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Trascendiendo al siglo XIX y el pasado, todavía la prostitución se conceptúa en el terreno de la moral, y aunque legalmente no sea considerado delito, en la práctica se toma como si lo fuera, pues las sexo servidoras son detenidas, consignadas y aprehendidas por supuestas faltas al Reglamento de Policía y Tránsito; excepcionalmente se hace esto con los clientes, a quien la infracción se toma como cómplices.
El siglo XIX y XX, por tanto, fue una etapa de transición en lo referente a la vida de las mujeres, a cuyo paso se colocaron los cimientos de la transformación de ese género; el resto, largo camino por andar, sería cuestión de tiempo y de una prolongada e incesante lucha.
El tiempo cambia las cosas, pero permite también la persistencia de experiencias, usos y hábitos que constituyen parte del espectáculo urbano con sus grandes construcciones y su entramado social lleno de diferencias, contradicciones y colorido.

NOTAS:
[*] Dra. Guadalupe Ríos de la Torre.
Doctora en Historia
Profesora-Investigadora del Departamento de Humanidades.
Área y Cuerpo Académico de Historia y Cultura en México. |Arriba
[1] Esta particularidad no fue exclusiva de la ciudad de México. William Sewell hace una descripción de los sectores sociales urbanos de Francia y destaca también los contrastes que existían entre pobres y ricos. Citado por Sonia Pérez Toledo en Gran baile de Pulgas en traje de carácter: las diversiones públicas en la ciudad de México del siglo XIX, México, Universidad Autónoma Metropolitana- Ixtapalapa –Archivo. Histórico del Distrito Federal, 1999, p.8. |Arriba
[2] Véase algunos grabado de José Guadalupe Posada, José Guadalupe Posada. Ilustrador de la vida mexicana, México, Fondo Editorial de la Plástica, 1963, pp. 345-348. |Arriba
[3] Archivo Histórico de la Secretaría de Salud, “Zonas de tolerancia”, fondo Salubridad Pública, sección Inspección Antivenérea, caja 3, exp. 10. |Arriba
[4] Quienes en algunos casos pagaban con mercancías, por ejempl0o, el panadero pagaba con pan, el zapatero remendando los zapatos de las prostitutas. Cfr, Ríos de la Torre, op. cit., p. 143. |Arriba
[5] Ibidem., p 123. |Arriba
[6] Ibidem., p.130 |Arriba


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