Jorge E. González Ayala
La Lonchería/Blog
Érase una vez en un reino del Sur, un joven plebeyo que soñaba con convertirse en Príncipe. Sin embargo su bajo linaje hacía imposible realizar ese sueño. No había mecenas caritativos ni princesas amorosas que le ayudaran a realizarlo. Tampoco hubo profecías que le pronosticaran un heroico futuro, ni oráculos o pitonisas que le auguraran un reino.
Su único aliado era un balón de futbol al cual dominaba con los únicos zapatos rotos que sus paupérrimos padres le habían podido comprar.
Sobre la cancha el joven plebeyo superaba a todos sus rivales con facilidad, ni nobles ni bárbaros podían superarlo. Fue en los llanos terregosos de la periferia en donde se fue forjando su leyenda. Era tal su habilidad que los rumores parecían difíciles de creer y de lejanas tierras peregrinaban primero curiosos e incrédulos, más tarde creyentes, para contemplar con sus propios ojos al portento de muchacho y constatar sus glorias.
Un día sobre el llano aventuró: “Mi sueño es jugar una Copa del Mundo y ganarla”. El silencio inundó a la multitud atónita, pero poco a poco se empezaron a escuchar voces que gritaban: ¡Campeón! ¡Campeón! Y de fondo, el murmullo ya cantaba “Seremos campeones, seremos campeones”.
Fue de esa manera que el pueblo decidió convertir al joven plebeyo en Príncipe a cambio de que él cumpliera ya no con su sueño, sino con su promesa de ser campeones. Y aquel joven Príncipe creció y puso todo su empeño en lograr el sueño-promesa que se había hecho a si mismo y a su pueblo. Pronto llegó la gran oportunidad. Pero primero habría que vencer al mayor enemigo de su reino en un partido a muerte, sin contemplaciones. Soberbios, los rivales no daban crédito que aquel plebeyo convertido en Príncipe pudiera vencerlos, hasta que su pequeña figura comenzó a dejarlos atrás en la cancha.
Primero a uno, luego a otro, siguió avanzando hasta quitarse la marca de un cuarto, ya en el área un quinto y en vez de tirar, decidió burlar al portero para prácticamente entrar con el balón a la portería. Los historiadores le llamaron El Gol del Siglo. Así, el Imperio sería derrotado hasta la humillación, cuando en un acto digno de prestidigitador, el Príncipe logró engañar al árbitro para hacer pasar una mano por un tiro de cabeza legal y anotar un segundo gol. Fue “la mano de Dios”, diría el Príncipe después. Había ya triunfado, el campeonato sería sólo una formalidad más.
Desde entonces su pueblo lo nombró Rey, le dieron trono y cetro. Él había cumplido su promesa, había jugado la Copa del Mundo y la había ganado. ¿Qué podría hacer ahora como Rey? Todos lo miraban con amor y esperanza. Todos empezaron a pasar por alto sus fallas. El Rey se dedicó a los placeres mundanos y a contar una y otra vez su historia, la de aquel joven que se prometió ser Príncipe y hacer a su pueblo campeón. El pequeño plebeyo que había sido una vez un Príncipe ahora era un Rey gordo, abotagado, borracho y parlanchín, semejante a un sapo, que poco a poco empezó a creerse su propia leyenda: El Caballero de los Pobres, ¡lo era!; el Rey de los desposeídos, ¡el rey!; incluso podía ser Dios ¡Amén!
Un día el Rey reunió a su pueblo para contarles de nuevo su historia, pero ahora el pueblo hablaba de un nuevo Príncipe, otro virtuoso del balón. El Rey Sapo escuchó con atención y sin dudar hizo una nueva promesa: Lideraría al nuevo Príncipe, lo llevaría a la Copa del Mundo y haría de nuevo campeón a su pueblo.
Pero esa es otra historia, que tendrá que ser contada en otra ocasión…
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