domingo, 19 de septiembre de 2010
PENSAR CONTRA SÍ MISMO
Debemos la casi totalidad de nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la exacerbación de nuestro desequilibrio. Incluso Dios, por mucho que nos intrigue, no es en lo más íntimo de nosotros donde le discernimos, sino justo en el límite exterior de nuestra fiebre, en el punto preciso en el que, al afrontar nuestro furor al suyo, resulta un choque, un encuentro tan ruinoso para El como para nosotros. Alcanzado por la maldición que los actos conllevan, el violento no fuerza su naturaleza, no va más allá de sí mismo, más que para volver de nuevo a sí enfurecido, como agresor, seguido de sus empresas, que vienen a castigarle por haberlas suscitado.
No hay obra que no se vuelva contra su autor: el poema aplastará al poeta, el sistema al filósofo, el acontecimiento al hombre de acción. Se destruye cualquiera que, respondiendo a su vocación y cumpliéndola, se agita en el interior de la historia; sólo se salva quien sacrifica dones y talentos para que, liberado de su condición de hombre, pueda reposarse en el ser. Si aspiro a una carrera metafísica, no puedo a ningún precio guardar mi identidad; debo liquidar hasta el menor residuo que me quede de ella; mas si, por el contrario, me aventuro en un papel histórico, la tarea que me incumbe es exasperar mis facultades hasta que estalle con ellas. Siempre se perece por el yo que se asume; llevar un nombre es reivindicar un modo exacto de hundimiento.
Fiel a sus apariencias, el violento no se desanima, vuelve a empezar y se obstina, ya que no puede dispensarse de sufrir. ¿Que se encarniza en la perdición de los otros? Es el rodeo que toma para llegar a su propia perdición. Bajo su aire seguro de sí, bajo sus fanfarronadas, se esconde un apasionado de la desdicha. De este modo, es también entre los violentos donde se encuentran los enemigos de sí mismos. Y todos nosotros somos violentos, rabiosos que, por haber perdido la llave de la quietud, no tienen ya acceso mas que a los secretos del desgarramiento.
En lugar de dejar al tiempo triturarnos lentamente, hemos creído oportuno sobreabundar en él, añadir a sus instantes los nuestros. Ese tiempo reciente, injertado en el antiguo, ese tiempo elaborado y proyectado debía pronto revelar su virulencia; objetivándose, iba a convertirse en historia, monstruo urdido por nosotros contra nosotros mismos, fatalidad a la que no podríamos escapar, ni aun recurriendo a las fórmulas de la pasividad, a las recetas de la sabiduría.
Intentar una cura de ineficacia; meditar sobre los padres taoístas, su doctrina del abandono, del dejarse llevar, de la soberanía de la ausencia; seguir, según su ejemplo, el recorrido de la conciencia cuando deja de tenérselas con el mundo y se moldea sobre todas las cosas, como el agua, elemento al que son afectos, eso ya podemos esforzarnos en lograrlo, que no lo conseguiremos jamás. Ellos condenan juntamente nuestra curiosidad y nuestra sed de dolores; y en esto se diferencian de los místicos, y singularmente de los de la edad media, hábiles en recomendarnos las virtudes de la camisa de cerdas, de la piel de erizo, del insomnio, de la inanición y del gemido.
«La vida intensa es contraria al Tao», enseña Lao-Tse, el hombre más normal que hubiere. Pero el virus cristiano nos recome: legatarios de los flagelantes sólo refinando nuestros suplicios tomamos conciencia de nosotros mismos. ¿Qué la religión declina? Perpetuaremos sus extravagancias, como perpetuamos las maceraciones y los gritos de las celdas de antaño, ya que nuestra voluntad de sufrir iguala a la de los conventos en la época de su florecimiento. Si bien la Iglesia no goza ya del monopolio del infierno, no por eso nos tendrá menos anclados a una cadena de suspiros, al culto del padecimiento, de la alegría fulminada y de la tristeza jubilosa.
El espíritu, tanto como el cuerpo, paga los gastos de la «vida intensa». Maestros en el arte de pensar contra sí mismos, Nietzsche, Baudelaire y Dostoievski nos han enseñado a apostar por nuestros peligros, a ampliar la esfera de nuestros males, a adquirir existencia por la división de nuestro ser. Y lo que a los ojos del gran chino era símbolo de decadencia, ejercicio de imperfección, constituye para nosotros la única modalidad de poseernos, de entrar en contacto con nosotros mismos.
«Que el hombre no ame nada y será invulnerable». («Chuang?tzé»). Máxima profunda como inoperante. ¿Cómo alcanzar el apogeo de la indiferencia, cuando nuestra misma apatía es tensión, conflicto, agresividad? No hay ningún sabio entre nuestros antecesores, sino insatisfechos, veleidosos, frenéticos, cuyas decepciones y desbordamientos nos será preciso prolongar.
Siempre según nuestros chinos, sólo el espíritu desapegado penetra en la esencia del Tao; el apasionado no percibe más que los efectos: el descenso a las profundidades exige el silencio, la suspensión de nuestras vibraciones, léase de nuestras facultades. Pero ¿no es ya revelador que nuestra aspiración a lo absoluto se exprese en términos de actividad, de combate, que un Kierkegaard se titule «caballero de la fe», y que Pascal. no sea nada más que un panfletario? Atacamos y nos debatimos; no conocemos, pues, más que los efectos del Tao. Por lo demás, la quiebra del quietismo, equivalente europeo del taoísmo, dice mucho sobre nuestras posibilidades y nuestras perspectivas.
No veo nada más contrario a nuestras costumbres que el aprendizaje de la pasividad. (La época moderna comienza con dos histéricos: Don Quijote y Lutero.) Si elaboramos tiempo, si lo producimos, es por repugnancia a la hegemonía de la esencia y a la sumisión contemplativa que supone. El taoísmo me parece la primera y última palabra de la sabiduría: soy; sin embargo, refractario a él, mis instintos lo rechazan, como rechazan doblegarse a lo que sea, hasta tal punto pesa sobre nosotros la herencia de la rebelión. ¿Nuestro mal? Siglos de atención al tiempo, de idolatría del futuro. ¿Nos libraremos de él por algún recurso de la China o de la india?
JCP-http://ulpilex.es/Vitruvius/politica/pensar-contra-si-mismo/#more-1358
Etiquetas:
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