La teoría de la división de poderes es atribuible al filósofo francés Montesquieu, quien en De L’Esprit des Lois (1748) identificó la existencia de tres funciones estatales distintas e inconfundibles: ejecutivas, legislativas y judiciales, conceptualizando la existencia de tres poderes armónicos e independientes entre sí, cada cual responsable del ejercicio de sus funciones.
La concepción moderna de la teoría de la división de poderes fue construida a lo largo de la historia como reflejo de las diversas modificaciones económicas, políticas y sociales por las que ha atravesado la humanidad. El modelo tripartita ganó fuerza a partir de la necesidad de garantizar las libertades individuales frente a un Estado que arrollaba, y terminó siendo validado en la Constitución de Estados Unidos (1787), en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) y, posteriormente, por casi todas las constituciones del mundo.
Con las elecciones presidenciales en segunda vuelta de este fin de semana en Brasil entre Dilma Rousseff, del Partido del Trabajo, y José Serra, del Partido de la Social Democracia Brasileña, se han hecho públicos estudios comparativos entre México y ese país. Se habla de su crecimiento económico; de sus reformas en materia energética, tributaria y de seguridad social, así como de los avances de la exitosa Petrobras, a la que hace tan sólo 10 años la entonces orgullosa Pemex prestaba asistencia técnica.
Sin embargo, poco se sabe de las diferencias entre los dos sistemas políticos y de la base como operan los acuerdos para hacer de una política pública una acción gubernamental. Es ahí en donde encontramos divergencias pronunciadas entre ambas naciones. Veamos por qué.
En Brasil, los legisladores aprobaron 66% de las iniciativas de ley del presidente Lula da Silva, quien logró consensuar acuerdos en un congreso integrado por ¡15 partidos políticos con expresión parlamentaria!, de los cuales, el suyo agrupa a 15% de los diputados y 18% el de mayor presencia partidista. La fórmula: negociación y reformas que proponían avances reales.
En México se aprobó 17%; a pesar de que en el Congreso sólo están representadas siete organizaciones políticas, tres de las cuales significan 90% de los votos. ¿Acaso no la tiene más fácil Calderón?
Pero decidido a endosar sus yerros a otros, busca afanosamente culpables entre sus opositores y en cualquiera que piense diferente. Ante la imposibilidad de alcanzar acuerdos, ha convertido el Congreso en salida fácil para sus desaciertos. Conceptúa al Legislativo como una simple oficina de trámite para imponer su voluntad sobre reformas que nada tienen de patrióticas, no abonan a la competitividad del país, ni velan por el interés nacional.
Es decir, apruébense tal cual y, si las cosas no salen bien, tiene a la mano una respuesta irracional y simplona: la culpa es del Congreso.
Entre 1997 y 2000, el presidente Zedillo tampoco tuvo mayoría parlamentaria, pero la economía mexicana creció al 7% anual, ocupando la posición 42 del Índice Mundial de Competitividad. Nuestra realidad es muy distinta ahora: en los últimos tres años, Brasil recuperó 14 posiciones, pasando del lugar 72 al 58, y México cayó 14, hasta el sitio 66. Desde el 2000, hemos perdido 24 lugares, coincidentemente durante los mismos años que el PAN tiene gobernando.
Es innegable que las reformas son imprescindibles, pero no son el único camino para el desarrollo. Existen acciones que el gobierno por sí mismo puede emprender. Brasil promovió una amplia política fiscal sin pasar por reforma alguna, consistente en devoluciones efectivas del IVA y exenciones fiscales para detonar la economía.
Esta medida reactivó con gran éxito sectores estratégicos brasileños, como el automotriz. En 2004, vendían un millón y medio de unidades, y en 2009, la demanda de su mercado interno aumentó a tres millones. En México sucedió exactamente lo contrario: en 2004 se vendieron un millón 100 mil vehículos, y sólo 850 mil en 2009.
Brasil incluso se dio el lujo el año pasado, en plena crisis económica, de tener un superávit primario fiscal cercano al 1.5% de su PIB.
Una de las grandes diferencias de por qué Brasil avanza y los mexicanos retrocedemos la encontramos en las figuras presidenciales. Lula fue el principal promotor de sus iniciativas, privilegiando la negociación basada en el diálogo directo, franco y respetuoso para consensuar acuerdos.
¿Por qué Ernesto Zedillo sin tener la mayoría en el Congreso de la Unión alcanzó acuerdos favorables para México y Felipe Calderón no puede lograrlo? Pues porque Zedillo negociaba y Calderón insulta, somete, impone.
Invoquemos entonces a Montesquieu para que explique al Presidente la necesidad e importancia de la armonía entre poderes, ya que de no entenderlo tendrá que seguir buscando culpables.
El autor es Presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados.
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