BLOG DE ANÁLISIS Y PERIODISMO PROPOSITIVO

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La verdad nos hará libres...

sábado, 16 de octubre de 2010

LA CONTRAPARTE: ¡NO A LA LEGALIZACIÓN DE LAS DROGAS!

Juan Antonio Alonso / The Americano

I.
Los apologistas de la legalización de las drogas ignoran, o por lo menos lo reducen todo a una simple secuencia mecanicista de la realidad argumentando sobre bases económicas y legales, amén de un utopismo de la libertad, que más bien deviene en todo caso en libertinaje infantil.

Olvidan el riesgo que para, no sólo la salud implica, sino para la sociedad conlleva. Y no me refiero a colectivismos ni pretendo decir a nadie lo que debe o no consumir, como no asumo que el Estado interfiera en lo que comemos. Pero el tema de las drogas no es equiparable pues el efecto que éstas producen sobre nuestra psique es tal, por ser un alterador de la consciencia, que se contagia como un mal por toda la sociedad. El uso de sustancias dopantes en el deporte por ejemplo, no me parece más censurable que el que la ética deportiva impone (aunque el deporte profesional es de todo menos saludable por el uso intensivo de sustancias así como de la extenuación física). Pero los alteradores de consciencia sí me parecen condenables del todo.

Cualquiera que crea que por tomar drogas es más libre, es un iluso. La pérdida de voluntad que se produce no sólo inmediatamente sino secuencialmente en el tiempo hacen que dejemos de adoptar la “decisión” como fenómeno que se da antes de iniciar un acto. La adicción intrínseca que generan las drogas fuertes por tanto, nubla o anula por completo nuestra capacidad no sólo mental sino de elección posterior, haciéndonos esclavos de las sustancias. Se me dirá que la libertad implica eso, pero más allá de teorizaciones ajenas al mundo real, la verdad es que no he visto a nadie que actúe libremente cuando toma drogas. Algo tan destructivo no puede formar parte del acervo de la libertad.

Nos quejamos constantemente de la idiotez de las masas, de su escasa capacidad frente a la farsa de la ideología colectivista y políticamente correcta, pero a su vez proponen los libertarios la despenalización como un triunfo en la consecución de la libertad.

Cualquiera puede ver cómo un sábado los jóvenes, y los no tanto, escapan de la lógica y el raciocinio, y se entregan a la brutalidad más baja sin ser conscientes de sus actos. Si precisamente la libertad acarrea la asunción de las consecuencias, la droga altera por completo la ecuación. De hecho en los códigos penales el atenuante por el uso de sustancias alivia la pena al considerar este factor. Creo que además de ser esto un error, pues da pie a numerosas farsas, el que toma una droga debe o debería saber que su conducta se verá alterada y que puede realizar cosas que de otra forma no llevaría a cabo o por lo menos no en una escala tan alta.

Otra de las consecuencias son las muertes que se producen en carretera, que si ya son una catástrofe por culpa del alcohol, ni imaginar lo que serían con sustancias aún más nocivas y distorsionadoras de la realidad. Los libertarios llaman a esto crímenes sin víctima, pero el grado de tentativa de homicidio por temeridad o imprudencia no es algo desdeñable.

Con todo, los peores efectos de la legalización se producen en el ámbito de la familia. El núcleo central de la sociedad, y su institución más fuerte, aseguradora y que da sentido a la existencia del hombre en la sociedad por constituir el entorno más confiado de la existencia humana. El grado de desestructuración y desintegración que conllevaría una medida así sería nocivamente mayor. Los efectos de ello los vemos a diario y degenera en exclusión social y marginalidad. Cualquiera puede observar, si está libre de los clichés progresistas, que las drogas y especialmente el alcohol (uso el ejemplo de droga legal que distorsiona la voluntad) son la causa, en un porcentaje amplio, de los indigentes que pululan como almas en pena por nuestras ciudades, carentes del resorte familiar. Y aunque el restante porcentaje puede atribuirse a las enfermedades mentales, congénitas o adquiridas, la interrelación entre drogas-desvinculación familiar-marginalidad es tan estrecha que es difícil saber cuál es la causa de cada una de ellas convirtiéndose en un peligroso y letal círculo.

La exclusión que las drogas los encalla, los incapacita para desempeñar cualquier trabajo o relación laboral, además de convertirlos en seres que se refugian en su soledad aun cuando se les da cobijo y medios. E incluso cuando la pobreza más indigente encuentre su causa en la situación económica no son pocos los que abrazan el camino de la evasión, lo cual los incapacita para una posterior reinserción. El grado de enfermedad que los postra sin alternativa genera estas bolsas de marginalidad que son un verdadero problema de difícil solución y al que agravaría a medio y largo plazo la legalización.

Y es que si los libertarios quieren más libertad, tendrán que asumir cómo se puede hacer frente a este problema, que traería consigo además (eso del consumo moderado y consciente no es creíble, pues lo que distingue la droga es el elemento adictivo que posee) el crecimiento aún mayor del Estado que se hiciera cargo de una sociedad zombie, hipnotizada y carente de voluntad.

Sé que puedo estar cayendo en el catastrofismo más exagerado pero no veo de qué otra forma puede influir en la sociedad si se legalizaran la cocaína, la heroína, las anfetaminas, el cannabis y otras muchas. Y sé que hay alternativas como la beneficencia social privada, pero es evidente que a más drogas, más marginalidad.

Se me podrá objetar que aparte de acabar con las mafias, las drogas estarían menos adulteradas y que no necesariamente crecería el número de adictos. No lo creo. Por el simple motivo que se estaría transmitiendo el mensaje implícito de que al ser legal no sería tan nocivo, por mucho que nos lo advirtiera el Estado, los médicos, o quien sea. Además, a un nivel de mayor accesibilidad al consumidor sin caer en la incursión de un delito, el consumo crecería considerablemente.

Es difícil ver o creer en una persona que se toma su droga, la disfruta, y al día siguiente se levanta a trabajar como si nada. Los efectos a añadir, por tanto, también en este ámbito se harían notar. Nadie creería que la capacidad productiva fuese, no mayor como cabe esperar con la evolución de los tiempos, sino igual a la actual. Ello redundaría en una sociedad más pobre, que debería sin embargo asumir un coste mayor para cuidad su salud. Y eso suponiendo que tuviéramos la libertad en el tema de la sanidad, que si fuera el Estado el que tuviera que asumir su coste el panorama sería el de una eutanasia pasiva social y colectiva, de constante y adormilada acción. Esos son sus costes derivados.

En vez de vivir en mundos psicodélicos, deberíamos buscar una sociedad más viva, despierta, sin merma de sus facultades, y que tenga la excelencia por meta. No es caer en utopismos, sino simplemente no entorpecer más la vida con acciones nocivas como sería la despenalización. Y menos aún busco un dirigismo que nos haga perfectos; eso sería totalitario. Se trata de que cada uno desde la individualidad y a través de esa gran red que es la familia, busque la mejora como persona en su ámbito moral y social. La forma de interactuar con los demás sirviéndoles, como hacemos al interactuar ahora. La autosuficiencia y la adultez es incompatible con la despenalización de esas sustancias que a pesar de que estén en la naturaleza, debe hacerse un buen uso de ellas. La naturaleza nos da las herramientas y nosotros con la libertad (esta sí) decidimos si lo queremos emplear en el bien como la cura de enfermedades, o el mal, la degradación de nuestra moral y espíritu. La enajenación tanto mental como social es otro obstáculo en la madurez del ser humano.

La evasión de los problemas y de la realidad para buscar consuelo en lo artificial, mermará nuestra riqueza humana además de generar podredumbre en las relaciones sociales.

En consecuencia niego que seamos con las drogas, o con la “capacidad” de elegir, más libres.

II.
Tras el primer artículo sobre este asunto, vale la pena añadir algunas ideas más. La lista de argumentos que esgrimen los defensores de la legalización, continúa la senda mecanicista, de supuestas causas-efectos como una función matemática, que además resultan ser falsas. Y se obvian los elementos humanos de semejante suicidio colectivo.

Uno de los argumentos más empleados es el que atañe al coste de la lucha contra las drogas y los grandes recursos destinados a ello. Dejando de lado citar cifras pues son fácilmente falseables y tendenciosas por uno u otro bando, es indudable que los costes mayores del Estado del Bienestar son los relativos al coste de la sanidad y la seguridad social (ámbitos laborales y de “protección social”), por tanto no compensaría por la reducción del combate que las fuerzas del Estado desempeñan.

Los apologistas claman contra el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida en lenguaje similar a la izquierda en términos de expansión del imperialismo, confundiendo, intencionadamente o no, sus fines y objetivos.

Olvidan que porque la lucha contra una actividad criminal no dé los frutos deseados, ésta no debe cambiar de naturaleza para acabar con el problema. La lucha contra las drogas en el ámbito legal, policíaco, y militar, es un frente abierto contra la criminalidad que nunca se acabará. Siempre habrá gente que trafique con una u otra cosa, del mismo modo que siempre habrá asesinos y ladrones, y no por eso para acabar con el problema decidimos legalizar esas acciones. Y nunca las políticas laxas contra el crimen han resuelto sino que han reforzado a la criminalidad.

Es obvio que si cambiamos el estatus legal, la lucha en este campo cambiará al ser algo aceptable y tolerado social y legalmente, pero esto no es argumento plausible debido a su tautología. Se me objetará que no hay crimen porque la legalización supone una mayor cuota de libertad, pero es indudable, aludiendo a la concepción humana, que aquello que destroce nuestros cuerpos, mentes y relaciones sociales y en definitiva a la persona, no puede entrañar libertad.

La diferencia en la intencionalidad y la voluntariedad queda anulada por el efecto alterador de las drogas, y la línea entre obligar e inducir con un arma tan poderosa como la que procura la acción narcótica es débil, quedando a merced de la voluntariedad del Estado más que del individuo; un Estado que se ampararía en las supuestas virtudes positivistas y aparentemente verídicas cualidades de la causística mecánica: olvidar el componente humano es el primer paso al totalitarismo al desdeñar la dimensión del hombre, su familia y su entorno.

Este debate queda indudablemente ligado al del suicidio, y es que si efectivamente matar a una persona es un crimen, matarse uno mismo refleja el mismo comportamiento aniquilatorio aunque los libertarios exclamen que la diferencia fundamental es la intromisión en lo ajeno, lo cual refleja un individualismo atroz y que todo lo relativiza y lo cede al arbitrio de una capacidad mermada que no encuentra resortes morales cimentados, sino que hace de cada existencia un reseteado que no ofrece continuidad social.

Al margen de todo ello y volviendo al ámbito que más gusta a sus defensores, pocos se pondrán de acuerdo en los límites a establecer; algunos hablan de limitar el consumo de una determinada sustancia, o de regular ciertos establecimientos, así como edades, pero ¿siguiendo su traza argumental, ¿Por qué no una libertad de consumo total? ¿O sería una nueva tarea a añadir a las competencia legislativas de nuestros representantes?, ¿Dejaríamos esta esfera tan vital, en sus manos? ¿No crecería más el Estado?, ¿Qué impuestos se habrían de establecer para sufragar la sanidad? ¿O tampoco querríamos impuestos para sufragar el mayor coste sanitario? ¿Sería el todopoderoso Estado competidor de los cárteles ahora legales hasta que con su fuerza los aplastara para ocupar a renglón seguido sus funciones y actuación monopolística? ¿O creemos que la iniciativa privada de todo el proceso actuaría libremente sin injerencias estatales como en apariencia lo hace con el tabaco? ¿Dejaría de existir el mercado negro?…

Demasiados interrogantes de difícil solución cuando jugamos con algo que se nos puede escapara de las manos, y sobre todo irreversible, pues quitar al pueblo su opio sería imposible. Y es que no todo es “probémoslo, y si no funciona volvemos al estatus anterior”, pues algo que se emprende de ese calibre difícil tiene dar la vuelta.

Otros sólo quieren despenalizar el uso de cannabis para tratamiento médico mezclando en el debate el ámbito curativo, algo que ofrece una mayor solución: no estoy en contra del uso terapéutico siempre que esté llevado a cabo por médicos, pero entiendo la fácil deriva del uso lícito al ilícito y por tanto las precauciones a tomar deben ser emprendidas con rigor. Y de sobra queda refutado por el sentido común, la afirmación de la inocuidad del cannabis en contraposición al tabaco, pues el efecto multiplicador que se da, además de la nocividad intrínseca es algo demostrado excepto a los ojos de los que no quieren ver y que viven en la nube y la estela del movimiento hippie.

Y hablando de drogas legales, quizá no quedó del todo claro en el anterior artículo mi postura con respecto al tema del alcohol. No abogo por su ilegalización porque el alcohol puede consumirse a pequeñas y saludables dosis, además de formar parte del acervo cultural del hombre. La Ley Seca debe quedar como un experimento que no funcionó y que se hizo de buena intención. Y aunque es difícil imaginar hoy día a gente con escondidos alambiques, la producción del alcohol es tan natural que carece de sentido su prohibición aun cuando su resultado fuera quizá positivo en términos de salud pública. Pero así como condenamos el mecanicismo de los argumentos legalizantes también lo es la búsqueda de la salubridad social dejando de lado lo cotidiano y lo cercano en aras de un bien mayor sin importar las decisiones más básicas de la sociedad.

Por último, hay que recordar el nulo efecto disuasorio de las leyes para establecer el orden social cuando se combina con estupefacientes, y por tanto el amplio camino despejado a la vulnerabilidad de terceros, algo que desde luego nadie tolera.

Juan Antonio Alonso es analista político.

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