Carlos Manuel Valdés
Nos preguntamos continuamente qué podemos hacer para mejorar nuestra existencia social. Hay docenas de respuestas pero no se advierte ninguna viable a corto plazo. Esperar a que cambiemos de Presidente de la República y ver cómo nos va es una de esas respuestas que antes se cifraban en la esperanza pero que hoy no ofrecen la más mínima certeza. En ese terreno ingresa uno en cuestiones de fe (creer en algo que no comprendes porque alguien con autoridad te lo asegura.) De manera que Peña Nieto, el Peje o Creel se transforman en parte de esa metafísica de las creencias. Y entonces todo se reduciría a cerrar los ojos ante la boleta de voto, darle vueltas y colocar el crayón donde caiga; total, si un nuevo Presidente nos puede salvar no importa tanto quién sea ni a cuál partido pertenezca; todos son ahora rechazados por el Pueblo.
Otra respuesta, que en algunas latitudes ya tuvo lugar, consiste en hacerse justicia por propia mano y desconfiar (también ciegamente) de las Policías de las que la voz popular afirma: ¡están con ellos!
Una más sería encomendarse a Dios y tratar de irse al Cielo una vez muerto. Sería la opción metafísica. Ésta puede combinarse con cualquiera otra. No es tampoco solución a nada, porque va en contra de cualquier sistema de creencias (cristiana, judaica, musulmana o sus variantes) pues prescinde del compromiso. De existir un infierno allá irían a dar los indecisos. El Apocalipsis pone en boca de Dios las palabras siguientes (más o menos; no lo tengo a mano): “Puesto que eres tibio, ni frío ni caliente, yo te vomitaré de mi boca”; ¡ándele, siga bromeando…!
Hay más ideas sobre el qué hacer, pero incluirlas aquí va en contra del espacio con que cuento y deseo exponer la que llega en los últimos días desde muy lejos. Los egipcios se cansaron de ser pobres, manipulados, de no tener futuro, puesto que no tienen presente, de verse al borde de la muerte natural de su dictador y soportar otros 30 años al hijo del tirano, con un largo etcétera (el etcétera siempre es largo, lo largo que uno quiera, porque es una palabra que se forma del latín “et coetera”: y las demás cosas; o bien: y todo lo demás.)
Así que una respuesta a nuestros males es la que el eterno Egipto está dándose a sí mismo: “¡basta!”, “¡se acabó”, “cambiemos”. Y lo maravilloso es que lo hicieron simplemente saliendo a la calle, sin armas; con su cuerpo y su voz por delante como únicos escudos. Mientras escribo no sé ni puedo saber lo que sucederá, pero ya mostraron su poder las masas enardecidas. La pregunta que viene a la mente es si esa receta puede darse en México. No es que esté fuera de las posibilidades reales sino de las posibilidades sociales. Somos un país en el que los agachones abundan (¡abundamos, dijo el otro!) y en el que el individualismo está avanzando como opción. Pero ahí está Egipto.
Paso a otro tema. Mi artículo anterior suscitó reacciones encontradas, la mayoría favorables al narciso que llevo dentro. Algunas personas me hicieron preguntas como ¿por qué odio a la Iglesia?, ¿por qué ataco a un ser tan virtuoso como Juan Pablo II? Y de nuevo invoco al etcétera de costumbre. Naturalmente, me pregunté si odiaba a la Iglesia y me respondí que no y que no podría odiarla. La Iglesia, no sólo desde su etimología griega sino porque así es, es la comunidad de creyentes. Está muy lejos la posibilidad del odio. Pensé que ni siquiera puedo odiar a Carlos Slim, que diariamente se apropia de mis escasos recursos; tampoco odio a los priístas que desmadraron a mi querida patria. En resumen: escribí esa columna sin odio alguno. Además ahí exalto a algunos seres que ha dado la Iglesia, como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz o Agustín. Me leyeron mal.
Un Papa, Benedicto XVI, optó por la consigna cristiana: “La verdad os hará libres”, y fue consecuente con ella, así que abrió el excusado y olía muy mal; entonces abrió las ventanas para ventilar a la vieja Iglesia aunque atrapara un resfriado (esta frase es de Juan XXIII). Su antecesor había preferido guardar silencio. Ahora hay gente pidiendo perdón a los niños que fueron objeto de pervertidos. Muchos de los pederastas ya murieron, es el caso de un gran número de religiosos irlandeses o alemanes. Pero, por ejemplo, los jesuitas alemanes asumieron las culpas (delitos, pecados) de sus hermanos ya muertos o muy ancianos y se sienten avergonzados de sus malas obras. Pero no ocultan lo sucedido. Aunque el delito prescribió sienten que las víctimas deben ser objeto de una deferencia: la verdad y la solicitud de su perdón. Yo aprovecho para pedir perdón a mis lectores por hablar de mí mismo, pero me pareció necesario hacer aclaraciones. (Vanguardia)
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