Por Francisco Galindo Ochoa
La otra incapacidad es no aprender a mandar. Hacerlo con desorden o con ignorancia ya es comenzar del carajo. Pero si, además, se hace no con mando sino con leperadas, la cosa se pone de la chingada
Un viejo refrán de los abuelos rezaba que “no sirvas a quien ha servido ni pidas a quien ha pedido”.
La consigna es más que clara. Hay muchos individuos que las circunstancias de la vida, aunadas a su propia naturaleza, los han obligado a servir hasta de manera indecorosa.
Son aquellos que no han sido serviciales sino serviles. Eso, a la larga, los ha llenado de rencor o de resentimiento y los ha dispuesto a cobrársela con el primero que tengan a la mano.
Desde luego que esto no quiere decir que quienes nos hemos movido en el terreno de la pobreza seamos, de manera irredente, unos jijos de la chingada. De ninguna manera es así. Más aún, en el campo de la política y en otros muchos oficios, casi todos comenzamos desde abajo.
Todos tuvimos jefes antes de convertirnos en jefes. Todos cursamos una carrera muy escalafonaria, tanto en lo que concierne a rangos como a conocimientos, a prestigios y a respetos. Nadie nació enredado en la banda presidencial como si fuera un cordón umbilical tricolor.
Pero aunque fuéramos jefecitos de oficina o agentes ministeriales en Milpa Alta, había alguien sobre quién mandar y eso compensaba las cosas.
De hecho, casi todos aprendimos a mandar al mismo tiempo que aprendimos a obedecer. Malo y muy jodido es aquel cabrón que no aprende alguna de las dos artes o, peor aún, que no aprende alguna de las dos.
No aprender a obedecer es forjar una carrera breve y ridícula. Recuerdo a un canijo muy berrinchudo que, por lo mismo, era muy rebelde y muy insolente. Pero un día le tocó de jefe un cabrón igualito a él y allí se chingó la cosa. Porque no es lo mismo un berrinchudo jefe que un berrinchudo gato.
A la primera de cambios, chocaron los trenes y el pendejo sirviente se fue al carajo en menos de lo que canta un gallo.
Quizá por eso dicen los abogados realistas y sensatos que el artículo más importante de toda ley orgánica son los tompiates del jefe. Es decir, lo que se le hincha al güey que ocupa el cuadrito que está hasta arriba en el organigrama. El mismo que utiliza el teléfono número 111 de la red interna. Esa tercia de ases no la asignaron los matemáticos sino los políticos. Es para recordar a todos que quien les habla es el jefe-jefe-jefe.
La otra incapacidad es no aprender a mandar. Hacerlo con desorden o con ignorancia ya es comenzar del carajo. Pero si, además, se hace no con mando sino con leperadas, la cosa se pone de la chingada. Porque el mando es como la rienda de los jinetes. El buen caballo la agradece cuando se siente guiado por mano sabia y no teme que su cabalgante lo lleve a donde quiera.
Pero si el que lleva las riendas es un pendejo y hasta el propio cuadrúpedo se da cuenta de ello, es muy lógico que rehúse o hasta que recule. ¿Quién va a estar obedeciendo a tarugos todo el tiempo y para lo que sea? Peor aún si a su pendejez agrega la grosería. Por eso, aquel subsecretario que, ante la insolencia del titular, se puso de pie y, con la voz más serena y con el porte más aplomado le dijo, de manera muy pausada: “señor-secretario-vaya-usted-y-chingue-a-su-puta-madre”. Toda la mesa de consejo lo aplaudió en silencio, pero salieron a contarlo y festinarlo a voz en cuello.
Asimismo sucede con pedirle algo a quien siempre anduvo de pedigüeño. No digo que a todos, pero a alguien le va a cobrar sus peticiones, sus súplicas, sus ruegos y, por si fuera poco, sus fracasos. Porque se dice que prometer no empobrece sino que dar es lo que aniquila. De manera muy similar, se puede decir que pedir no humilla, pero no recibir es lo que avasalla.
Recuerdo una ocasión muy simple, pero muy ejemplificativa. El hijo de un amigo mío tuvo que refrendar su pasaporte, en condiciones urgentes de trabajo. Había perdido su cartilla, en ese entonces documento indispensable. Por eso se le ocurrió recurrir a un alto funcionario de la cancillería, viejo amigo de su padre. El funcionario lo mandó a la chingada argumentando, de manera equivocada, las normas ineludibles.
Después de esto, el joven fue a la ventanilla de trámite. Le explicó a la muchacha empleada que su constancia de cartilla estaba en los propios archivos de la cancillería, con motivo de sus anteriores pasaportes. La modesta empleadita le contestó que iniciarían el trámite, verificarían los archivos y, de ser cierto su dicho, regresara ya tan solo a recoger su pasaporte ya vigente bajo el entendido que, de lo contrario, “nanches”. Todo se solucionó como debió ser.
Este joven, ya maduro y funcionario, me lo contó como enseñanza de la mezquindad de un amigo paterno envidioso y rencoroso que no quiso servir, en algo tan insignificante, la petición del hijo de un amigo al que todas las semanas le lamía las patas en el salón principal del Jockey Club.
Es cierta la sabiduría de los abuelos. Tengamos cuidado de servir bajo las órdenes de los sirvientes y, desde luego, nunca bajo el mando de los serviles.
Ese mismo joven me dijo un día que, entre los humanos así como entre los equinos, hay una diferencia sustancial de alteza y de nobleza. Se llama “clase”.
Vale. (Impacto Diario)
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