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"¿Tiene un niño de cinco años la capacidad de decir la verdad?", se preguntó en voz alta un juez. La respuesta es sí. Un niño o niña de esa edad tiene habilidades para expresar de manera concreta y directa (sin filtros morales o prejuicios culturales) sucesos que vivió en carne propia, tales como un abuso.
Sin embargo en una sociedad adultocéntrica, afecta a incurrir en actos de corrupción y mentiras para salirse con la suya, la voz de niños, niñas y adolescentes parece no tener cabida; excepto cuando se trata de utilizarles como ejemplos del mal.
Es así como la gente es capaz de creer un testimonio grabado de un niño sicario de 10 años, pero desestima el sufrimiento de uno de la misma edad que fue abusado sexualmente por su maestro o sacerdote, o por su padre, madre o padrastro.
En el 2006 salió a la luz pública el caso de un pequeño de cinco años que ante las evidencias físicas del abuso sexual expresó a su madre, al médico, a la fiscal especial y a la perita en psicología, la manera en que su maestro y otro sujeto del Instituto San Felipe de Oaxaca, abusaban sexualmente de él y tomaban fotos luego de que la maestra lo entregaba a ellos.
Solamente la maestra fue detenida, los dos hombres descritos a detalle y señalados por el pequeño siguen prófugos. Ahora la defensa arremetió contra la madre y el pequeño desacreditando los testimonios, exigiendo absurdos como que tenga cicatrices.
Bastaría con que el juez solicite un par de opiniones médicas independientes, expertas en sexología, para saber que ese argumento se basa en tabúes e ignorancia de los abogados. Usan testigos con coartadas extemporáneas más de dos años después de cometido el delito.
Intentan que la Suprema Corte ampare a la detenida y se ignore la imperiosa investigación de pornografía infantil; en ello el papel del tribunal supremo es vital, porque las leyes nuevas para proteger a la infancia y la creación de ciberpolicías no servirán si insisten en ignorarlas, y en seguir juzgando los casos de violencia sexual infantil como hace una década, cuando no existían ni las herramientas ni los conocimientos especializados.
Existen 84 millones de páginas de pornografía infantil, la mayor parte de la cual consiste en fotos caseras de niñas y niños siendo abusados sexualmente, con comentarios de pedófilos en redes sociales que detallan cómo obtuvieron acceso a la víctima. La mayoría son padrastros y maestros, les siguen los padres y tíos y por último los desconocidos.
La Policía Federal (PF) califica este delito como el tercero más frecuente, después de los fraudes con cuentas bancarias y lasciberextorsiones.
Pero las autoridades siguen ignorando la importancia de la evidencia cibernética. Es justo en ese universo paralelo en que los pedófilos gozan de impunidad y muestran infantes como quien enseña una presa de caza. Allí hay que buscarles.
No nos corresponde asegurar si la detenida es culpable o no, pero podemos exigir que se investigue al maestro prófugo en las redes sociales de pornografía; los indicios existen. No se puede seguir debatiendo estos casos mediatizándolos desde el morbo y el pánico moral, sino desde el derecho y la protección de la infancia.
No cabe duda de que México pasa por una crisis de corrupción del sistema de justicia, crisis que no sería tan perniciosa de no ser por el poder de incidencia de traficantes de influencias y "líderes morales", que se han erigido en jueces sin nombramiento para perpetuar injusticias; pero sobre todo para dejar en gran indefensión a la infancia.
Urge regresar la justicia a los tribunales y sacarla de los pasillos del poder, caso por caso, hasta que nadie crea que los niños y niñas de México son desechables. Hasta que el sistema judicial asuma su obligación de profesionalizarse para afrontar los retos de los delitos que se cometen en una habitación, pero se perpetúan en el ciberespacio.
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