BLOG DE ANÁLISIS Y PERIODISMO PROPOSITIVO

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viernes, 4 de noviembre de 2011

LOS DOS NIVELES


Por Daniel Diep Diep

Desde los orígenes de los tiempos, el ser humano logró intuir las dos únicas perspectivas vitales en las que podía desplazarse a lo largo de su existencia. Pero dicha intuición se limitaba a discernir entre la vida activa y la contemplativa. Sobrevivir o admirar eran sus dos únicas alternativas. Por eso las únicas instituciones que alcanzó a darse fueron el Estado y la Religión, es decir, la convivencia y la creencia como medios de ser y de participar.

Pasaron los milenios y sobrevinieron la ciencia y la duda, los dos grandes reactivos que contrapusieron al Estado y a la Religión entre sí, al menos por determinadas épocas y lugares, o que les hicieron aliarse para sobrellevar el desconcierto despertado por el pensamiento más o menos racionalizado que cuestionaba las “verdades” sostenidas por las dos instituciones clásicas, sobre todo cuando la verdad, el bien y la belleza -esas inquietudes superiores del espíritu cuyos momentos culminantes fueron el “Milagro Griego”, el “Mensaje Cristiano” y el “Renacimiento Italiano”- nos hicieron entender que el problema no es horizontal, sino vertical, pues nunca serán iguales el “más de lo mismo” en el que permanecen siempre el Estado y la Religión, que el crecimiento del espíritu y su consecuente “salto imaginativo” por el que se accede a las necesidades superiores del hombre, de esa clase de hombre que quiere y logra “sublimar” -como decía Freud- las demandas primarias de la animalidad.

No es lo mismo, pues, vivir la vida -dicho en términos modernos- de simple convivencia entre la ancestral conflictiva de las libertades y los derechos, tal como ocurre planetariamente hablando, que orientarla a la exaltación definitiva y cultivo permanente de los valores y principios -tal como ocurrió y sigue ocurriendo con unas pocas individualidades de excepción-.

Lo primero sólo conduce, como milenariamente se ha comprobado, al gatopardismo, o sea, al “más de lo mismo” con el que se finge el movimiento entre las mismas aguas estancadas sin más efectos que el oleaje de ida y venida o los círculos concéntricos de la insensatez, y que José Ingenieros calificara como “hombre mediocre”, ése que a pesar de sus “logros” rutinarios, o a los elogios recíprocos entre los de su mismo nivel y hasta a los reconocimientos o galardones con los que se exalten sus hallazgos o descubrimientos, se conforma con que tales reconocimientos no pasen de ser meras “flores de un día”, pues ni las más “brillantes” investigaciones u obras logran remontar ese primario ejercicio temporal de libertades y derechos como para alcanzar efectos duraderos en el ámbito superior de los valores y los principios, que siguen siendo lo único con lo que se logra el crecimiento del alma o espíritu.

Se trata, pues, de la diferencia elemental entre la vida cotidiana, altamente rutinizada en el maniqueísmo secular de los “buenos” y los “malos”, con su tutela de premios y castigos, tan infantil como la mentalidad tradicional, y lo que cabe calificar como vida de excepción, no únicamente por el culto a los valores y principios, incluso con menoscabo de las libertades y derechos o superándolos por igual, sino de eso que algunos califican como “calidad de vida” y otros, menos gráficos, se conforman con llamar “vida espiritual”, pese a que el calificativo se le atragante a los mediocres que cifran en el tecnicismo y la practicidad todo el sentido de su acobardada existencia.

Obviamente, como diría el propio Ingenieros, es la diferencia entre los tartufos de siempre, de los que jamás podrán salir del túnel de su estrechez de miras, y que terminan calificando como “idealistas”, “utópicas” o “fantasiosas” todas las consideraciones que se les hagan sobre valores y principios para dignificar la vida humana, pues sigue y seguirá ocurriendo que “la excepción suba a su montaña”, como diría Nietzche, sin que ello represente soberbia alguna, pues sólo se trata de una mera “grandeza de alma” y sin que ello pueda reputarse, tampoco, como simple modestia, pues bien decía Unamuno que “la modestia es la peor de las soberbias”.

En otras palabras, la contracultura de las libertades y derechos se ha enseñoreado del planeta desde siempre y, para colmo, mediante el Estado y la Religión, a tal extremo que las cinco religiones se quedaron mucho más en el ámbito de las libertades y derechos que de los valores y principios de sus precursores, además de que el Estado se ha servido siempre de ellas para apuntalar sus propias ambiciones hegemónicas o de poder dentro de la más ramplona de las mentalidades. Y su colmo es cuando se “diviniza” la forma sobre el fondo, es decir, cuando la vulgaridad, la mediocridad y la ramplonería se superponen al saber, a la verdad y al honor.

La cultura, en cambio, la de los valores y principios todavía está por realizarse. Y tal vez pasen muchos siglos o milenios más -si logramos sobrevivir como especie a nuestra propia estupidez- como para que la humanidad del futuro pueda alcanzarla y logre ser precisamente eso: más humanidad que animalidad.

Hasta hoy, sólo las grandes excepciones, han logrado sobreponer los valores y principios a las libertades y derechos. Veámoslo con ejemplos simples para que se entienda el problema de los dos niveles en toda su magnitud:

a) el hombre de los derechos, el que sigue pensando en términos de “dar a cada quien lo suyo” para simular la justicia o de partir a la criatura, como en el ardid salomónico -que sólo los despistados califican como “sabiduría”-, para erigirse en juez, lo que en el fondo cultiva y privilegia es la posesión económica. Derecho y Economía se interrelacionan en lo más primario de su concepción vital: el “tener más”, con su enorme cauda de iluminados de banqueta, tan pontificantes como fatuos. Es la clase de individuo que privilegia la fuerza, aunque lo disimule bajo el disfraz de la ley y/o el dogma.

b) el hombre de las libertades, el que sigue actuando en términos de “lo bailado nadie me lo quita” para justificar el carnaval permanente del pan y circo en el que consume su hedonismo irredento, jamás pasará de la embriaguez y la resaca del espectáculo y la farsa con los que desperdicia su estancia en el planeta y arruina a los demás en la medida en que incide en la irresponsabilidad, precisamente lo contrario de la libertad y que se constituye por ello en libertinaje. Es la clase de individuo que privilegia el capricho, aunque lo disimule bajo el disfraz del gusto y/o el rito o culto.

c) el hombre de los principios, el que asume con seriedad la existencia y adopta la responsabilidad a través de sus ideales porque no se conforma con la rutina mental de quienes se suponen “realizados” a través de la farsa y la hipocresía cotidianas, incluidas las prédicas estúpidas de los dos ya mencionados, forzosamente confronta el medio degradante y degradado en el que convive con enormes sacrificios, pues los caminos fáciles de la corrupción y la degradación siempre le resultarán impracticables e incongruentes con su búsqueda constante del “ser más”. Es la clase de individuo que asume la convicción y la fe como premisas de su existencia.

d) el hombre de los valores, finalmente, es el que privilegia, por sobre cualquier otro ideal, no únicamente el de ser más para sí mismo, sino también el buscar o procurar que “sean más” los que le rodean. Son los casos excepcionales de Jesús de Nazareth, Sócrates, Gandhi, etc., así como de los grandes místicos de todas las religiones o sin ellas que en la historia han sido. Es la clase de individuo que logra superar el egocentrismo y la posesividad para acceder al amor, la verdad y la sabiduría.

No obstante: sólo dos niveles cabe referir: el de los mediocres -derechos y libertades- y el de los idealistas -principios y valores-. Y si se aplican estos parámetros a la calificación, por sus obras, de quienes nos rodean, incluyendo sobre todo a quienes nos gobiernan, bien claro nos quedará decidir el nivel en el que se conducen unos y otros.

Los llamados “caracterólogos”, así como los psicólogos que cifran en la grafología o los rasgos anatómicos la explicación conductual adolecen de superficialidad, pues el ser humano se define por su grado de convicción o por su falta de ella. No hay más parámetros de valor que la existencia responsable y la sabiduría vital. Ni hay más parámetros de antivalor que la disputa de siempre sobre libertades y derechos. Y si cada quien es “arquitecto de su propio destino” y “se hace camino al andar”, lo mejor es que el mediocre comience a construirse a sí mismo en los valores y principios si quiere llegar a ser feliz, o terminar de hundirse, como por fuerza de gravedad, en la vieja disputa eterna sobre “lo tuyo y lo mío” y que, finalmente, gracias a la muerte, termina por no ser de uno ni de otro.

Cultura
Daniel Diep Diep estudió las licenciaturas en Contaduría Pública, Derecho y Filosofía. Es autor de 52 libros y de alrededor de mil artículos publicados. Ha sido expositor de diversos temas, desde hace cincuenta años, ante auditorios de todo el país, y ha sido catedrático de diversas universidades de San Luis Potosí.
Fuente: Transición

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