La Cámara de Diputados aprobó ayer, con el respaldo de todos los grupos parlamentarios, un decreto que expide la Ley Federal para la Protección a Testigos, la cual incorpora la figura de testigo colaborador para referirse a individuos que proporcionen información para la persecución o captura de integrantes de la delincuencia organizada, y confiere la protección de éstos a la Procuraduría General de la República (PGR).
De esta forma, el Legislativo da cobertura formal a una práctica que se ha vuelto, en el presente sexenio, común en las acciones federales en la guerra contra la delincuencia organizada –como demuestra el incremento de este tipo de colaboradores de 99 a 411 entre 2002 y 2009– y que resulta cuestionable por varias razones.
En primer término, y por más que la conversión de presuntos delincuentes en delatores al servicio de la autoridad ministerial sea práctica corriente en otros países, particularmente en Estados Unidos, el recurso a la negociación de beneficios, protección y prebendas para los criminales constituye una distorsión de la justicia y la legalidad, pues implica otorgar perdón jurídico y subsidio económico a personas que han quebrantado el estado de derecho y han dañado a la sociedad.
Adicionalmente, el otorgamiento de valor probatorio a los dichos de individuos con poca o nula fiabilidad multiplica los riesgos de que se cometan injusticias al amparo del poder público, como quedó demostrado con el llamado michoacanazo. En ese episodio, el Ministerio Público se valió de declaraciones formuladas por supuestos testigos protegidos para detener y encarcelar, en mayo de 2009, a una treintena de funcionarios públicos y representantes populares michoacanos, surgidos en su mayor parte de la oposición y a la postre liberados, ante la imposibilidad del gobierno de probar delito alguno, en una maniobra que, más que a la procuración de justicia, pareció orientada al golpeteo político.
Debe tomarse en cuenta, por otra parte, el grado alarmante de infiltración que padecen las corporaciones de seguridad pública y procuración de justicia en nuestro país por la delincuencia organizada, y el altísimo riesgo que este hecho representa para la integridad física y la vida de los testigos colaboradores. A este respecto, es pertinente traer a cuento la muerte, en condiciones poco claras, de Jesús Zambada Reyes –sobrino del presunto narcotraficante Ismael El Mayo Zambada–, quien apareció ahorcado el 20 de noviembre de 2009 en una casa de seguridad de la PGR, así como el asesinato, al siguiente mes, del ex inspector de la Policía Federal Édgar Bayardo, ejecutado en una cafetería al sur de esta capital.
Con tales antecedentes, nada garantiza a la sociedad que la normativa avalada ayer por el Legislativo redunde en una mayor capacidad de las corporaciones del Estado para combatir a la delincuencia; al contrario, se corre el riesgo de que la procuración de justicia en el país obedezca, en última instancia, a traiciones y revanchas entre los distintos grupos delictivos, y de que éstos extiendan la guerra que actualmente se desarrolla en las calles a los tribunales y agencias del ministerio público.
El empleo de delatores por la autoridad podría tener alguna utilidad si se limitara a casos de excepción y se hiciera acompañar de medidas de saneamiento y moralización de las oficinas públicas. En cambio, en un entorno en que la impunidad prevalece en 90 por ciento de los casos y en el que los esfuerzos gubernamentales parecen orientados a combatir los fenómenos delictivos en el terreno de la percepción, más que que en los hechos, se multiplica el riesgo de que el uso de esos mecanismos acabe por convertirse –por lo menos en lo que hace a delitos de más alto impacto, como el narcotráfico– en un sucedáneo de las acciones de investigación policial y de que se genere, de esa forma, una perversión mayúscula del correcto desempeño de las instancias de seguridad pública y procuración de justicia. La Jornada / Editorial
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